miércoles, 7 de diciembre de 2011

Misiones imposibles: la tutoría

Fuente: ESO DE LA ESO


Esta semana mantuve una interesante conversación con una de las "assistants" (auxiliares de conversación) de mi instituto (auxiliares que, por cierto, son posibles gracias a un acuerdo con el British Council, y no gracias a los inexistentes fondos que nos da la Consejería). La charla, que versó sobre el tema de las tutorías -sobre el que ella tenía un particular interés- me hizo sentir, a ratos, como si me encontrase en un pasaje de las famosas Cartas marruecas, de Cadalso, pues era imposible no describirle el sinsentido en que nos encontramos sin percibir tanto su perplejidad como mi sonrojo.

Traté de explicarle que en la ESO, el tutor se responsabiliza de casi 30 alumnos (en mi caso, este año son 28) y que ha de hacer -eso se supone- un cuidado seguimiento de su progreso académico a lo largo del curso. Para ello, ha de conocer, en la medida que sea posible, sus circunstancias personales más significativas -circunstancias que, les aseguro, pueden ser lo más diverso y complejo- y ayudar al alumno cuando este necesite su ayuda. Además, el tutor es el nexo de unión entre los chicos y el resto de sus profesores y ha de reunirse con los padres de cada alumno para que, entre todos, se solvente cuanto problema pueda ir surgiendo.

El tutor, lógicamente, no solo es responsable de esos 28 alumnos, sino de todos los demás chicos y chicas a los que da clase y a quienes, si este sistema no fuera el desastre asumido e inamovible que es, no se debería evaluar sin tener una noción de esas circunstancias personales de las que hablamos, situaciones a menudo determinantes en su progreso educativo y, sin embargo, imposibles de conocer -y menos aún, de comprender- cuando se da clase a una media de 150 a 200 alumnos.

Dejando a un lado la cuestión de las evaluaciones -que merece un post aparte-, seguí tratando de explicarle lo que, cuanto más hablaba, más absurdo me parecía. La "assistant" intentaba comprender algo de lo que yo le contaba, pero no podía evitar una mueca asombro cada vez que le aportaba un nuevo dato. Datos como que en la ESO el tutor solo dispone de 50 minutos semanales para hablar con los alumnos de su grupo y de otros 50 para hablar con sus padres.

Por si esto no fuera ya ridículo, la Comunidad de Madrid ha dejado a libre elección de los centros mantener -o no- esos 50 minutos, así que en algunos institutos no hay ya hora de tutoría semanal -para qué, mejor aburrirles con otra hora más de Lengua o de Matemáticas, hasta conseguir que odien, por exceso, ambas materias-, una hora que es esencial no solo para el éxito escolar de los alumnos, sino para que la convivencia en el aula no degenere y se convierta en un gravísimo problema.

En Bachillerato, desde hace unos años, esos 50 minutos semanales no existen, así que, cuando surge un problema -y surgen muchos y de muy diversa índole: doy fe- o bien utilizamos una clase de la materia de la que damos clase -algo que, teniendo en cuenta el apretadísimo programa de 1º y, sobre todo, 2º de Bachillerato es realmente complicado- o bien buscamos un hueco que, gracias a los recortes y al incremento de horas lectivas, este año no existe, o bien fingimos que el problema no es tal y seguimos el curso como si no pasara nada, a ver si -con suerte- ese conflicto no nos explota con fuerza semanas o meses más tarde.

Entretanto, reunimos a los padres de 2 en 2 y dándoles 20 minutos -como mucho- a cada uno, porque es el único modo de conseguir verlos a todos -como muy pronto- en 15 semanas..., una cifra escandalosa y que asegura que más de un padre recibirá la información tarde y mal, o incluso después de que un posible problema -si es que lo hay- haya estallado ya. Por supuesto, muchos tutores intentamos -con el dichoso voluntarismo que hace que la educación no acabe naufragando- citar a los padres en los huecos ya mencionados -quienes los tengan, porque en nuestros horarios no existen-, en recreos o nos escribimos con ellos e-mails y sms desde nuestras cuentas y teléfonos personales -sí, este año he tenido que dar mi correo y mi móvil ante la imposibilidad de recibirlos como me gustaría- para que el grupo siga funcionando y nuestros alumnos no se queden perdidos en el limbo en el que el sistema parece situarlos.

Pero no todo es culpa de la pésima organización y de la nula visión que nuestros responsables parecen demostrar cada vez que le dan una nueva patada al sistema educativo, también hay que admitir una cuota (importante) responsabilidad de nuestro propio gremio, de esos "compañeros" -minoría, sí, pero existen y todos los conocemos- que tratan con desprecio al departamento de Orientación, considerando que cuanto allí nos piden y aconsejan es poco menos que una intromisión en nuestra área. "Compañeros" que le dan la razón a Aguirre cuando esta dice barbaridades como que "debemos instruir y no educar", como si debiéramos quedarnos quietos ante las agresiones racistas, machistas u homófobas -por poner solo tres ejemplos: hay mil más- de las que a veces somos testigos -si no víctimas o verdugos- y que requieren una intervención educativa urgente. Y "compañeros", en definitiva, que se ventilan sus cincuenta minutos de tutoría en tan solo diez -a lo sumo, quince- con una desgana infinita y sin hacer nada que merezca la pena en ellos.

Cuando acabé la conversación, admito que me sentí tan confundido como la "assistant" a quien intentaba explicárselo, porque era imposible no escucharme sin caer en la cuenta -una vez más- del sinsentido de un sistema que no funciona y que, mientras siga estando establecido de esta forma, jamás funcionará. Mientras las aulas estén cada vez más masificadas -gracias a los recortes, por ejemplo, este año doy clases a Bachilleratos de 38 alumnos-, mientras los tutores no tengamos un horario real en que atender a alumnos y padres, mientras no haya orientadores suficientes en los centros -y se les dé una consideración real por parte no solo de las Consejerías, sino de sus propios compañeros-, mientras no nos olvidemos del "siempre lo hemos hecho así" y empecemos a preocuparnos de "cómo podemos hacerlo mejor".

Si me sumé, hace unos meses a la marea verde, fue -precisamente- no solo porque esté radicalmente en contra de los recortes que están ahogando la educación pública, sino porque -más allá de esa lucha- también creo que este es el primer movimiento en años que intenta sacudir con fuerza el prolongado letargo del colectivo docente, el primer movimiento que -después de esa etapa de inexcusable pasividad- aboga por una educación digna y de calidad, una educación en la que no solo hemos de exigir medios suficientes -esos medios que ahora no tenemos-, sino una revisión profunda del sistema, su adecuación a la realidad que nos rodea -seguimos ofreciendo contenidos del XIX para un alumnado del XXI, por mucha pizarra digital que tengamos... si es que la tenemos- y, en definitiva,una reforma profunda de un modelo que hace aguas y en el que todo se sostiene, solo y exclusivamente, sobre el papel, pero no en nuestras aulas.
 

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